sábado, 6 de mayo de 2017

Cinco relatos de terror en la selva peruana



El barco fantasma 
Según la leyenda amazónica, es un barco que emerge de las aguas, lentamente, con aspecto centellante, con ventanas rojas y se oye una fiesta en su interior, haciendo que por las ventanas salga una curiosa luz roja. Se escucha voces y conversaciones en extrañas lenguas y, según el mito, la vestimenta de sus pasajeros y tripulantes son de un aspecto medieval. Se mantiene por las aguas surcando por un tiempo, para luego sumergirse como apareció. 
Yo, Invocultas, no puedo dejar de relacionar ese barco con la época del caucho, allá por 1900, ya que, en esa época vinieron personas de Europa para unirse al negocio de la explotación del caucho en la selva amazónica. ¿Será, acaso, una embarcación de la época del caucho que naufragó?


El hechizo de la lupuna
En el pueblo escuchamos hablar de la Lupuna colorada y queríamos conocerla, sabíamos que era un árbol frecuentado por malvados hechiceros.
Entonces nos internamos en el bosque por una senda oculta tapizada por hojarascas húmedas. Íbamos saltando de tronco en tronco para no pisar las espinas de las ñejillas. Sus finas espinas regadas por todas partes retardaban nuestra penosa caminata.

Encontramos palmeras despojadas de sus hojas maduras y árboles derramando su savia de llanto como mudos testigos que mucha gente transitaban esta selva. Serpientes asustadas se deslizaban al sentir nuestra presencia, Iguanas verdes y camaleones que cambiaban de color, nos miraban sorprendidos, pero sin atreverse a dar un paso.

El calor sofocante y la humedad del bosque nos hacían sudar a chorros. Y de pronto, debajo de la sombra del cormiñón frondoso, un alivio intenso con el aire fresco.

Después de horas de andar, avistamos la sobresaliente copa de la Lupuna colorada. Pero, no estaba tan cerca como pensamos. Tuvimos que caminar unas horas más.

Finalmente, el gigante árbol colorado con su característico tallo ventrudo estaba al frente de nosotros. Vientre anormal en los árboles. Impresionante barriga, presto a reventar con su savia si la abundancia se lo permitiera. En la Lupuna colorada no había nadie, ni vivos ni espíritus. Nos llamó la atención los cortes perfectos de hábiles bisturíes en su grueso tallo. Al parecer, alguien desollaba su corteza para extraerle algún misterio.

Habíamos escuchado que en los ratos solitarios y de sepulcral silencio, un brujo experto en atar y desatar conjuros la visitaba a menudo. Dicen que espera que en el bosque no haya visita alguna para que prepare, al pie del árbol, su mate espeso con la soga de la borrachera.

Luego, toma un tazón con el brebaje amargo y comienza su rito acompañado de cánticos nasales. Da vueltas sobre sí siguiendo un círculo imaginario alrededor de la Lupuna. Hace ademanes con la mano levantada implorando al árbol que le dé favores. Y de rato en rato, lanza quejidos, como si se tratara de algún animal herido, y llama la atención, el silbido de serpiente que emite cuando entra en trance.

Cuando el brujo está seguro que la Lupuna le dará el favor, saca de su bolsa una prenda de la víctima, le dobla con sumo cuidado, le escupe una flema verdosa, y tambaleante se acerca al vientre del árbol, y blandiendo su machete le da un corte perfecto que abre la dura corteza, y en la entraña de la Lupuna esconde la ropa del infortunado que desde ese momento comienza a tener sus días ya contados.

Pronto, el hechizo surte su efecto, la víctima, hombre o mujer sana, empieza a hincharse, especialmente el vientre. Y creyendo haber subido de peso, nadie repara en el mal, sino después, cuando ya no hay remedio para el enfermo.

Regresamos impresionados después de conocer de cerca a la Lupuna colorada, y en el camino nos encontramos con don Shanti, un brujo conocido. Y después de haber estado en el antro de la maldad, molesto le dije:

- Hola don Shanti, dicen que a cada rato te vas a la Lupuna, ¿a qué pues te vas?
- Me voy a castigar el desamor, la infidelidad, el engaño. Me estoy yendo a hacerle un trabajito a mi sobrina. A la pobre, su novio le abandonó el día de su boda. Eso yo no perdono. Para mí es una burla. Acá en la tierra pagamos nuestros errores y yo les hago pagar a los desgraciados.

Después de haber escuchado su disertación sobre el bien y el mal, y antes que se moleste, nos despedimos del vengativo brujo.


El chullachaqui
Calixto, era un joven que residía en la zona rural, muy distante del pueblo. Todos los fines de semana iba a vender sus productos agrícolas y se hospedaba donde su tío. El lunes muy temprano retornaba por un angosto camino que le conducía hasta su casa, atravesando un amplio monte lleno de animales peligrosos.

No tenía miedo, era valiente, un fin de semana se adelantó en volver, era "domingo siete". -Calixto, quédate, es un día malo... -dijo su tío. El joven hizo caso omiso a la petición de su tío. Arribó al atardecer a su casa y escuchó silbar a las perdices al filo de la chacra, cogió su escopeta y se fue a cazar.

De inmediato llegó al lugar, con mucha precaución se fue acercando donde las escuchó gritar, la última vez. Avanzaba agazapado, vió moverse una rama. Efectivamente allí estaban posadas, levantó la escopeta, apuntó y disparó en el bulto. Las aves volaron y una cayó al suelo, estaba buscando y escuchó que algo pataleaba, la perdiz daba sus últimos momentos de vida, arrimó su escopeta a un árbol.

Cuando se proponía levantar la presa, apareció un ser exótico muy raro que le impidió el paso. Se quedó turulato, era algo inaudito. El ser extraño era enano, panzoncito, los dientes negros y sobresalientes, completamente peludo como un oso, tenía una melena larga que llegaba hasta el suelo, un pie al revés, y usaba hojas como vestido, en realidad era horrible.

El pequeño hombrecillo agarró al joven para morderlo y se pusieron a pelear, después de una ardua riña aprovechó un descuido, de su adversario, propinándole un fuerte golpe, de inmediato le soltó. Con mucha agilidad saltó donde estaba su escopeta y disparó contra el extraño en todo el vientre. El enanito cayó de espalda al suelo, las tripas se le chorreaban y tenía que metérselas en su lugar.

Calixto al ver esa escena botó su escopeta y se olvidó de la perdiz, corrió pidiendo auxilio. Llegó a su casa botando espuma por la boca, subió dos gradas y cayó desmayado al piso de emponado.

-¡Mujer, algo estraño le ha sucedido a Cali!, sale a la puerta y encuentra tirado a su vástago, se asusta al verle en ese estado, llama a su mujer, busca su zapato, atiende al desmayado, coge su machete y el candil. ¡Cuida de cali, iré en busca del curandero!.

Al cabo de un cierto tiempo llegaron los dos hombres. El curandero se ocupó del joven tomándole el pulso. -Pronto estará bien. El curandero se puso a fumar su cachimbo, y con el humo iba soplando por la cabeza y resto del cuerpo de Calixto, que permanecía echado en el emponado, sin poder hablar. Hizo tres veces la misma operación. - Ya está curado. -¿Qué ha tenido? -preguntó el padre. -¿Qué ha sufrido mi hijito?... -la madre se pasea por el emponado. -Señor -se sentó y se dibujó una sonrisa irónica en el rostro-, fue el chullachaqui que le asustó. -¿El chullachaqui? -repitieron los padres.

Fuera de casa, el curandero narró como sucedió. Los padres se asombraron. -El chullachaqui es el diablo de la selva, les aparece a todas las personas que no creen en Dios, o no están bautizados, el muchacho estará bien, ya pasó todo el peligro. Al día siguiente relató a sus padres, igual como había narrado el curandero.

Luego se dirigió al lugar de lo ocurrido a recoger la escopeta. El terreno donde lucharon estaba todo revuelto. Al ave la estaban comiendo las hormigas y a un costado se encontraba un pequeño tronco podrido con un agujero en medio. -Regresemos a casa -dijo el padre-. Ahora pensemos en los padrinos para bautizar a Cali. -Si, los padrinos -dijo la Mujer. -No tengan miedo -dijo el maestro-. Sólo es un cuento.


Los diablos del monte
Don Lobo, un experto montaraz, iba casi a diario cazar Huanganas en un monte lejano y solitario. En la búsqueda de los cerdos salvajes, encontró un día, un bosque de wicungos con sus frutos ya maduros, frutos que son el alimento predilecto de estos animales salvajes. Los recogió pacientemente y llenó su bolsa de chambira.

En el suelo, quedaban aún las frescas pisadas de las Huanganas. (Son de una gran manada), se dijo a sí mismo don Lobo. Esa información fue suficiente para él y retornó a su casa, contento de su suerte. Al día siguiente regresó al mismo lugar para levantar una barbacoa, una especie de altillo, desde donde dispararía a sus presas.

Como era un experto, no tardó demasiado tiempo en construir la barbacoa. Sacó sus pertrechos de caza. Sus cartuchos envueltos en un plástico, su infaltable cigarro siricaypi y su linterna de cuatro pilas. Su cuchillo nuevo de cocina brillaba en lo alto.

Después de regar los wicungos debajo del árbol, el montaraz se subió a la barbacoa y templó rápidamente su mosquitero viendo que los zancudos aparecían por miles. Y antes de entrar a refugiarse de los insectos frotó su cuerpo con unas hierbas hediondas, para que los animales no sientan su presencia.

Y mientras esperaba la llegada de la manada de Huanganas, pensó: “Si vienen cien Huanganas en la manada, trataría de matar sólo cincuenta", se decía emocionado, pero los cerdos no llegaban, y seguía hablándose a sí mismo: “con cincuenta tengo para sacar quinientos soles, si es que me pagan a diez cada una. Más las pieles, que los venda a tres soles nomás, son ciento cincuenta, sumando obtendría seiscientos cincuenta, hasta les podría hacer una rebajita..."

Sacando sus cuentas, el montaraz, ocupaba su mente en la soledad del monte. Pero, los animales no aparecían y la noche avanzaba, felizmente para Don Lobo la luna alumbraba el bosque con su luz amarilla y en los claros era fácil distinguir a cualquier animal.

De pronto, comenzó a percibir el griterío de los animales. “¡Ya vienen!", se alegró el montaraz.

Inmediatamente preparó su arma. Cargó su linterna con las pilas nuevas que había comprado en la bodega, y por una rendija del mosquitero, con el cañón del arma hacia afuera, espiaba atento cualquier movimiento.

Repentinamente los gritos se alejaron, al parecer, las Huanganas habían elegido otro wicungal ese día.

Al poco rato, le sobrevino un sueño al cazador, y para no dormirse encendió su cigarro. Y ocupó su mente otra vez para no caer en los brazos de Morfeo. “Con la plata de la venta, me compraré dos pashnas preñadas. Que nazcan, pues, seis de cada parto, tendría doce, más las dos madres, tendría catorce. Cuando crezcan y se empreñen, nacerán..."

A las doce de la noche, cuando cabeceaba de cansancio, unos gritos extraños le despertaron. Él sabía que las voces no eran de las Huanganas, ni de los Sajinos, era ya muy tarde para que sean ellos, por eso prestó mayor atención. Después de unos minutos vio, que por el camino de los cerdos, se acercaban hacia él varios hombres, humanos como nosotros, vestidos de negro y con el rostro cubierto hasta la nariz por un trapo rojo.

Se sentaron debajo del altillo. Prendieron sus lámparas y sobre una mesa improvisada comenzaron a jugar a las cartas. Apostaban bastante dinero. Jugaban con monedas que brillaban como si fueran de oro.

Don Lobo, un hombre que no le tenía miedo al monte, ahora sí que empezaba a asustarse. Pero, lo que le daba valor era que los extraños no se habían dado cuenta de su presencia.

Terminado el juego se entretuvo escuchando durante horas algunas historias de cómo esos hombres se habían perdido en la inhóspita selva. Contaban, con lujo de detalles, lo que les había pasado. Uno de ellos contó que encontró en su camino a un hombre que le hizo perder en el bosque con mentiras de encontrar mejor caza en la falda de un cerro. Otro contó que una manada de tigres negros comenzaron a perseguirle día y noche, pero que, aparentemente no le querían comer, sino asustar.

El montaraz, que ya estaba a punto de dormirse cuando llegaron los diablos, se despertó del todo al oír una historia que le impresionó, dijo el hombre, que regresando de mantear, sus perros lo desconocieron y comenzaron a ladrarle como si fuera un extraño. Dijo que trató de conquistarles con caricias, pero los canes no permitían que se acerque.

Entonces no tuvo más remedio que hacer uso de su arma y matarlos. Y al rato, después de estar muertos, los perros se levantaron, y así heridos le perseguían todo rabiosos, y cuando le alcanzaban le desgarraban las piernas a mordiscones: Entonces, para escapar de los sanguinarios perros se trepó a un árbol en donde esperó la noche, y se salvó de los malditos canes cuando, por arte de magia, desaparecieron al ver que unos hombres vestidos de negro llegaban a jugar las cartas.

Don Lobo, ahora sí que estaba aterrorizado, pero, aún pensaba. Al notar que el aguardiente se les había terminado a los shapshicos, lanzó un chorro de orina haciendo caer sobre la mesa de juego.
¡Vino del cielo!....... ¡Vino del cielo! - gritaban alegres los diablos.

Y agarrando sus vasos trataban de embocar en el cañito. Los hombres de negro se disputaban el líquido que luego tomaban saboreándolo y como estaban borrachos ya no distinguían los sabores.

Al llegar la madrugada, los diablos se despidieron citándose para la próxima semana. Don Lobo, aún desconfiado, se bajó de la barbacoa con la esperanza de que a alguien se le hubiere caído, por lo menos una monedita. Su sorpresa fue muy grande, debajo del árbol no había quedado ninguna huella de gente extraña.

Entonces el montaraz regresó a su casa preocupado. Y antes que llegara a sus linderos sus perros comenzaron a ladrarle y a morderle las piernas como si no le conocieran. Entonces Don Lobo no tuvo más remedio que matarlos y regresarse al monte.


El tunche
Vaga por las noches oscuras de la selva, como alma en pena, unos dicen que es un ave, otros que es un brujo o un espíritu del mal “diablo” que goza aterrorizando a la gente. Pero nadie lo ha visto, y todos lo reconocen con temor cuando en plena oscuridad lanza al aire un silbido penetrante “fin....fin...fin...” que por instantes se pierde en el monte a lo lejos, pero vuelve a silbar ya sobre el techo de una casa o a la orilla del río. Todo es tan rápido que la gente solo atina a persignarse o rezar, porque existe la creencia de que cuando silva con insistencia, por los alrededores de un pueblo, anuncia malos presagios y cuando lo hace sobre una casa, enfermedad o muerte.

Burlarse del tunchi o tunche, insultarlo, puede costarle caro al atrevido, ya que lo hará enfurecer y entonces atacará con mayor insistencia, silbando... silbando... lo perseguirá tanto que hasta el más valiente terminará entrando en pánico, que puede llevarlo a la locura o muerte...

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